Con mi hermano no nos estábamos llevando bien, habíamos estado meses sin hablar, y solo unas semanas antes de viajar, en un arrebato de pasión italiana, yo había afirmado entre gritos y lágrimas que él estaba muerto para mí, y que a partir de ahora sería hija única.

Mi hermano es una especie de mellizo mío, pero tres años menor y con más barba. Él vivía en Europa hacía dos años, yo todavía no sabía que se podían sacar pasajes por internet, no confiaba en las tarjetas de crédito y buscaba hostels en google; no sabía viajar. Tampoco sabía mucho de París, mis mejores referencias de la ciudad eran las imágenes de la Nouvelle Vague y la película Ratatouille. Dependía para todo de mi hermano, y él lo odiaba. Pero ninguno de los dos tenía a otra persona con quien ir a conocer París, y a pesar de mis deseos, todavía éramos hermanos, así que a regañadientes hicimos una tregua y nos llevamos nuestros rencores a la ciudad del amor.

Salimos desde Barcelona en el viaje de tren más barato y largo que el dinero puede comprar, y me acomodé para ver 12 horas ininterrumpidas de campiña francesa y campos de lavanda. Pero aprendí a fuerza de terraplenes, zonas fabriles y casillas de herramientas que en Francia las campiñas, y las lavandas, y los paisajes de fondo de pantalla no se ven desde el tren.

Empezaba a anochecer cuando un hombre grandote de unos 35 años sentado frente a nosotros nos hizo una pregunta en un idioma que no entendimos. Le hicimos ver que no hablábamos lo que sea que él hablara y le ofrecimos: “¿English? ¿Español? ¿Italiano?” Ninguno. Pero el hombre insistía. Lo veíamos pensar, esforzarse, intentar con nuevas palabras, pero con cada intento le entendíamos menos. Sacó un diccionario de ruso-francés, y empezó a señalarnos palabras sueltas ahora en dos idiomas que no entendíamos. El ruso no perdió la amabilidad, pero empezó a agarrarse la cabeza, transpirar y desesperarse tanto que con mi hermano dudamos si no sería algo serio lo que querría decirnos, y empezamos a entrar en una psicosis ridícula cuando nos preguntamos; “¿Y si quiere avisarnos que hay una bomba en el tren? ¿Y si es de la policía rusa? ¿Y si vino del futuro?” El hombre finalmente se dio por vencido con nosotros y se bajó en la siguiente estación, dejándonos para siempre con el misterio de si habrá querido salvarnos de un gran peligro, o si solo querría ir al baño.

Para cuando llegamos ya era casi medianoche y los alrededores de la estación de tren ya se habían convertido en calabaza. Lo poco que veía de París no se parecía en nada a Ratatuille y todo olía a pis. Empezamos a buscar dónde pasar la noche como se hacía en la prehistoria, caminando hasta ver un cartel de “hotel”, pero era sábado a la noche, y hasta el domingo a la mañana ninguno tenía lugar para nosotros. Nos culpábamos mutuamente por no tener hotel, porque ya habíamos caminado más de una hora y porque París de noche nos daba más miedo del que habíamos planeado. Y empezó a llover. Ya habíamos decidido volver a la estación para pasar la noche ahí, turnándonos para babear entre las valijas, cuando vemos un cartel de “Ho el” (la T no estaba). Entramos con las zapatillas anegadas e imploramos por una habitación a un recepcionista que con sonrisa y guiño pícaro nos contestó; “Con cama matrimonial, ¿non?

Asqueados pero aliviados, subimos a pasar la noche en el hotel más feo de todo París; dos camas individuales, un bidet y un lavamanos dentro de la habitación, un inodoro en el piso de abajo, y una ventana con vistas a un montón de caca de paloma eran más de lo que habíamos soñado hace solo un rato. Cenamos papas fritas de bolsa y nos dedicamos a esperar la mañana para huir del Motel Bates.

París no era tan terrorífica bajo la luz del día y con los pies momentáneamente secos. Me dio la sensación, como en ninguna otra ciudad en la que haya estado, que las fotos se sacaban solas. Sus colores, por lo general, respetaban una rigurosa paleta pastel y gris, y su coherencia arquitectónica la hacía parecer un set de filmación lleno de actores parisinos realizando acciones cotidianas con más estilo que el que el resto de los mortales lograríamos incluso haciendo nuestro mayor esfuerzo. Fumar, estar despeinada o caminar apurado con el sobretodo abierto y una botella de vino en la mano acá se convierten en posters de Cartier-Bresson.
 

Paramos para comer algo en un puesto del barrio de Montmartre, probablemente el más turístico de París. Buscando evitar la cara de culo que le sigue a cualquier intento de hablar en inglés, me ahogué con mi propia lengua intentando hacer mi pedido en francés pronunciando sin éxito “jambon et fromage”. La vendedora se enojó aún más que si le hubiera dicho “ham and cheese”, me dio el sánguche de mala gana y me dijo el precio con cara de culo y en inglés. Tardé cinco años en volver a animarme a decir “jambon et fromage”en voz alta.

Para escapar un rato del frío, de la llovizna en continuado, y aprovechar que era el día de visita gratuita, mi hermano sugirió que fuéramos a conocer el Louvre. Mientras nos acercábamos a la entrada, veíamos más y más gente amontonada. Escuchamos que el museo estaba cerrado por una visita especial de vaya uno a saber quién, y empezamos a pelearnos otra vez a ver culpa de quién era, si del rata que quiso ir en el día gratuito, o de la larva que no sabe buscar nada en internet.Absortos en nuestra discusión, fuimos avanzando entre la multitud hasta vernos cara a cara con el presidente Nicolas Sarkozy y la primera dama Carla Bruni, que nos saludaron a nosotros también con un apretón de manos y siguieron su camino al museo.

Ya que no iba a haber Louvre para nosotros, con las zapatillas mojadas otra vez nos fuimos a la confitería Ladureé a darnos un gusto y probar uno de esos dichosos macarons de tres euros.

La confitería y los macarons eran iguales a París, con su paleta pastel y su coherencia estética, y esa sensación de que cuando los ves de lejos, todos juntos y coloridos son irresistibles, pero cuando abrís la bolsa y ves de forma aislada un macaron verde relleno de pistacho, ya no es tan mágico.

Cuando me lo llevo a la boca, se me resbala de la mano, cae de canto y sale rodando por el pavimento mojado hasta la mitad de la calle. Corrí a atraparlo y lo soplé con un nudo en la garganta, me lo iba a comer aunque me diera cólera. Con lágrimas de odio en los ojos probé mi primer macaron. Estaba asqueroso. Mi hermano se empieza a reír tanto de mí, de nuestra desgracia, de que nos creyeron pareja, de Sarkozy, del macaron mojado y de mis lágrimas, que logra convencerme, y olvidando nuestros rencores, terminamos los dos llorando de risa en una esquina parisina.

Por fin estábamos de acuerdo en algo, París, más que a Ratatouille, para nosotros se parecía a Mi Pobre Angelito Perdido en Nueva York. No estábamos hechos para ella, o ella no estaba hecha para nosotros, y después de solo 24 horas, estábamos listos para irnos a otro lado. París, la bella y olorosa París, nos había derrotado.

Epílogo: Después de esa primera visita, volví a París tres veces. Ninguna fue tan inhospitalaria, ni tan accidentada, ni tan graciosa como aquella. Con mi hermano, nunca volvimos a estar tan de acuerdo en ninguna otra cosa.


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